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Adiós a las contraseñas

¿Otra vez te olvidaste la contraseña? ¿Otra vez el captcha te jura que eso es un semáforo y vos no lo ves por ningún lado? Bueno, respirá hondo, porque Google dice que todo eso pronto quedará detrás. Chau contraseñas, hola 2025. El gigante tecnológico finalmente se decidió a enterrar ese invento vetusto llamado "clave", y ahora apuesta a algo que suena más moderno, más seguro y, por qué no decirlo, más marketinero: las passkeys.  

¿Y qué son las passkeys? Básicamente, una forma elegante de decir que ahora vas a entrar a tu cuenta con tu cara, tu dedo o un PIN. La idea es reemplazar las contraseñas por llaves digitales almacenadas en tu dispositivo — que, según Google, ni ellos pueden ver — y así evitar que alguien con tiempo libre y una notebook te saque la cuenta, se meta en tu historial de navegación y se robe tu dignidad.

Suena lindo no tener ese riesgo, ¿no? Biometría, encriptación, experiencia de usuario fluida. Pero no todo lo que brilla es código seguro. Porque en medio del marketing nacen varias preguntas que nadie se apura a responder: ¿qué pasa si se filtra tu huella? ¿Quién garantiza que esos datos biométricos no van a terminar en alguna base de datos con fines que no firmaste? A diferencia de una contraseña, que se cambia en pocos clics, las personas no pueden cambiar su cara. Ni el dedo. Y mucho menos la identidad.

Google jura y perjura que los datos biométricos quedan almacenados localmente en tu dispositivo, cifrados, sellados y sin acceso para terceros. Pero ahí empieza la primera brecha informativa: ¿qué tan verificable es esa promesa para el usuario promedio? ¿Qué pasa si mañana termina en manos de alguien más, o si un malware accede a ese chip de seguridad donde se guarda tu "llave"? La biometría no es invulnerable. Ninguna tecnología lo es. Ya hubo casos de desbloqueos por huellas impresas en 3D, hacks con fotos de alta resolución y un largo etcétera que haría sudar frío a más de un evangelizador digital. 

Y hay otra trampa más sutil: la ilusión de que esto nos da más control, cuando en realidad el control se delega aún más a dispositivos, plataformas y protocolos opacos que pocos entienden. ¿Qué margen real tenés de elegir si todo el ecosistema te empuja a aceptar la opción biométrica como “predeterminada y recomendada”? ¿Qué capacidad hay para auditar, rechazar o revertir esos procesos si algo sale mal?

El riesgo ya no es solo técnico, es también político. En manos de gobiernos o empresas con menos escrúpulos que Google — y hay unos cuantos — , los sistemas biométricos pueden ser usados para vigilancia masiva, discriminación algorítmica, control social. Ya lo vimos en aeropuertos, fronteras, calles. El salto desde “accede a tu mail con tu cara” hasta “no es posible entrar a un edificio sin ser identificado” es más corto de lo que parece.

Además de las passkeys, Google también va a traer la autenticación por código QR. La idea es reemplazar los SMS — vulnerables a intercepciones y clonaciones — por un método un poco más sólido. Cuando intentes entrar a tu cuenta desde un dispositivo, va a aparecer un QR en pantalla para validar, desde tu dispositivo móvil, tu identidad.  

Con esto, Google se saca de encima a las operadoras de las que dependía para la autenticación durante todos estos años. ¿Cuándo llega? No dieron fecha exacta, pero prometen que será en los próximos meses. 

Así que sí: las passkeys son cómodas. Son modernas. Y seguramente más seguras que una contraseña. Pero no compremos sin hacer preguntas. Porque si hay algo que la historia digital nos enseñó es que cada vez que una empresa dice "esto es por tu seguridad", conviene revisar tres veces la letra chica.

A título personal

A fines de los años '90 caminar por Av. Cabildo en Buenos Aires era encontrarse con que todos los comercios habían adoptado tres cosas en sus vidrieras, letreros y folletería: el "@" para reemplazar a la A; el ".com" colgado al final de cualquier rubro — peluquería.com, verdulería.com, ferretería.com — para darle aires de modernidad al asunto; y, por supuesto, el infaltable "'s", robado del inglés para simular una pertenencia al primer mundo. El ícono de la moda por aquel entonces era el glorioso WordArt, lógicamente.

Con el peso argentino valiendo lo mismo que un dólar estadounidense — discutible y con consecuencias nefastas —, parecía que alcanzaba con ponerle Mario’s a un kiosquito para sentirse que uno en realidad estaba en Miami y no en Núñez. 

En retrospectiva, creo que había algo entre trágico y cómico a la vez, pero que capturaban a la perfección el espíritu de aquella época: un impulso medio desesperado de parecer modernos, de subirse a la ola porque algo hay que hacer para disfrazar el vacío. 

Algo parecido siento que está pasando hoy con la inteligencia artificial.

De repente, todo tiene que ser IA. Desde apps para pedir comida hasta filtros que te devuelven la misma cara que ya tenés, pero con el sello “AI-powered” pegado encima como si fuera garantía de algo. Herramientas que no resuelven nada nuevo, ni mejor, ni más rápido, pero que tiran tres conceptos mágicos —“GPT”, “generative”, “machine learning”— y salen a levantar rondas de inversión como si hubieran descubierto el fuego. 

Estamos asistiendo al nacimiento —y quizás también a la sobreexposición prematura— de una nueva burbuja. Un déjà vu de la pompa de las puntocom de principios de los 2000, pero con menos cables, más promesas infladas y una fe casi religiosa en que el algoritmo lo puede todo. Incluso, puede con aquello que ni siquiera estamos seguros si hace falta resolver.

El problema no me parece que sea la tecnología, sino el fetiche. Esa devoción mezclada con fascinación por lo que suena a futuro, aunque por dentro esté vacío. No todo tiene que ser IA. No todo se resuelve con un algoritmo. Y si seguimos así, en poco tiempo vamos a tener otra burbuja reventada, con start-ups zombies, inversores desconfiados y usuarios agotados.

Porque una cosa es usar inteligencia artificial con sentido, con intención, con criterio. Y otra muy distinta es agregarla a cualquier cosa para ver si cuela. 

Al final, volvemos a lo mismo de siempre: ¿sirve para algo o solo suena bien? Porque si suena bien pero no sirve, lo único inteligente en todo esto es el marketing. Y si lo único realmente inteligente es el marketing, entonces no estamos hablando de avances, sino de humo boutique. Y eso, por ahora, sigue en manos de personas de carne y hueso.

#RANDOM

Random

Hace pocos días terminé de leer Un tío con una bolsa en la cabeza, de Alexis Ravelo. Un alcalde corrupto, a quien dos desconocidos dejaron en el suelo, maniatado y con la cabeza dentro de una bolsa de plástico, intenta averiguar quién está detrás del macabro plan.

La obra transcurre íntegramente en la cabeza del personaje principal. Literalmente, tiene una bolsa de plástico ajustada al cráneo, y el oxígeno escasea. Metafóricamente, estamos metidos hasta el fondo, en los rincones más turbios de su mente: una conciencia mezquina que se revuelca entre el miedo, la culpa y la traición. Una gran colección de miserias,  acumuladas con la misma impunidad con la que amasó su poder. 

Como lector, es increíble cómo se puede por momentos empatizar con un personaje tan terrible. Y no solo empatizar: seguirle el ritmo, hasta reírse con él, desearle el bien. Ravelo lo logra con un manejo quirúrgico —y envidiable— del ritmo, la tensión y los remates.  

La novela es ácida, sucia, incómoda e increíblemente graciosa. Cada palabra viene teñida de dióxido de carbono y desesperación. No hay iluminación, no hay salida limpia, solo el sonido de la conciencia que raspa contra el plástico. Es un texto que no ofrece redención: ofrece una autopsia.

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