Siempre escuché que “viajar te abre la cabeza”, que irse a recorrer el mundo te convierte, casi por arte de magia, en una mejor persona. Más culta, más abierta, más mejor. Todo mentira.
Lo digo después de muchos kilómetros andados: la mayor parte de los comentarios más fóbicos, xenófobos, clasistas, rancios y retrógrados los escuché de gente con un pasaporte lleno de sellos y más millas que ideas en la cabeza. Viajar no amplió sus horizontes, solo reforzó sus prejuicios.
Con el tiempo entendí que, al menos en mi caso, la verdadera “apertura de cabeza” no tenía que ver con ver paisajes lejanos, escuchar otros idiomas o probar comidas distintas. Abrir la cabeza, para mí, es desarrollar la capacidad de empatizar y ponerse en el lugar de otras personas, sobre todo de aquellas que parecen lejanas por motivos culturales, sociales o históricos.
Viajar puede darte fotos lindas, anécdotas e historias memorables. Pero abrir la cabeza, mis amigos, es otra cosa. Es un ejercicio de vulnerabilidad que te obliga a cuestionar certezas, a escuchar antes de opinar y a aceptar que tu forma de ver el mundo no solo no es la única, sino que probablemente esté bastante errada. La apertura no depende de cuántos lugares viste, sino de cuántas veces tuviste la humildad para cambiar de perspectiva. Y para eso, no es obligatorio irse al otro lado del planeta.