Mientras tratamos de separar bien la basura, Katy Perry se fue al espacio. ¿El objetivo? Supuestamente inspirar. ¿A quiénes? Misterio.
Hace unos días, mientras me peleaba con los nueve contenedores de reciclaje tratando de decidir en cuál va el cartón encerado —que si lo tirás mal, Ginebra te puede hacer una multa—, me crucé con la noticia. No era una hazaña científica. No era una misión humanitaria. Era marketing. Carísimo. Premium.
La BBC, Fox, Sky News, AFP y otros medios de renombre lo transmitieron en vivo, como si estuviéramos viendo al hombre pisar Marte por primera vez. Lo dice la Constitución: cualquier persona que luzca como la versión animada de Lex Luthor y ostente la segunda billetera más abultada del planeta, puede permitirse algunos lujos y varias impunidades.
No hubo arte, ni belleza, ni propuesta innovadora. No hubo show, mucho menos un concepto. No hubo nada que nos invite a pensar o a imaginar cómo serán los shows musicales y las performances de aquí a veinte o treinta años, cuando conquistemos el espacio.
Lo que vimos fue una puesta deslucida, simbólicamente vacía, emocionalmente nula. Funcional al branding de quienes están cada vez más lejos de esta Tierra, en todo sentido posible. Y para peor, lo quisieron mostrar como un acto inspirador de empoderamiento femenino. Pero no viajó cualquier mujer, sino una millonaria y exitosa, que fue invitada por un puñado de hombres extremadamente ricos para venderle un viajecito a otros hombres extremadamente ricos.
No me quiero meter demasiado ahí, porque como bien nos enseñó Rachel Karen Green: “No uterus, no opinion”. Pero algo me dice que el empoderamiento no pasa por subirse a una nave privada a contaminar en diez minutos lo mismo que a cualquier otra persona le lleva diez años.
Tal vez sea la envidia. O la impotencia. Me inclino más por la frustración de ver cómo se disfrazan los caprichos de unos pocos en supuestas gestas colectivas.
Yo sé que no se puede decir esto en voz alta, pero una partecita mía fantasea con que alguna vez algo no les salga tan bien. No un desastre —tampoco soy un monstruo—, pero sí un pequeño traspié intergaláctico. Que les falle el Wi-Fi y que por media hora no sepan si van a volver, y que luego se solucione.
Y que en esos treinta minutos, sin likes, sin flashes, sin millones de por medio, tengan una revelación. No mística, ni espiritual. Humana. Que recuerden, por un segundo, cómo se siente vivir en un planeta donde todavía hay que lavar el frasco de vidrio antes de tirarlo.
Pero claro, decir eso estaría mal. Así que lo susurro bajito, en voz de newsletter. Con una sonrisita amarga. Y un cartón en la mano que no sé dónde tirar.