Imaginen por un segundo que estamos en 2045 y al despertar de una siesta, se enteran de que en ese sueño breve ya hubo tres revoluciones industriales, se inventó la cura universal del cáncer y un algoritmo escribió el décimo Best Seller del mes.
Esto no es ciencia ficción, es la proyección tecnofílica y ligeramente maníaca de Ray Kurzweil, quien dice que el progreso no avanza sino que se desmadra.
Según su “Ley de rendimientos acelerados”, la tecnología no progresa de forma lineal, sino exponencial: cada avance genera las condiciones para que el siguiente ocurra más rápido. Es como si el tiempo se comprimiera a medida que avanzamos, y cada década trajera no diez años de cambio, sino cien.
Kurzweil lo explica así: en el siglo XX, la Humanidad dio un salto inmenso —pasamos de carretas a computadoras, de telégrafos a Internet, de guerras mundiales a selfies en Marte—. Pero eso, dice él, no fue un siglo de progreso sino el equivalente a 20.000 años de evolución tecnológica, comprimidos en 100 años.
Y la cosa se pone peor: para este 2025, ese mismo nivel de transformación que antes nos tomó un siglo lo vamos a vivir en apenas 7 años. En 2045, en unos pocos meses. Para 2050 será cuestión de horas.
La idea central es que las tecnologías se apalancan entre sí: cuando la inteligencia artificial mejora, también mejora la biotecnología, que a su vez acelera la nanotecnología, que a su vez acelera la IA, y así ad infinitum. Es un círculo vicioso pero con esteroides: una maquinaria que se alimenta de su propio vértigo.
El progreso ya no es una línea recta, es una curva que se dispara hacia arriba, tipo Bitcoin antes de una burbuja. Solo que en este caso la burbuja que va a reventar somos nosotros.
Así que sí: la historia humana se está transformando en una especie de speedrun tecnológico. Vamos en modo fast forward hacia la singularidad, un punto teórico en el que el cambio se vuelve tan rápido que la mente humana no puede seguirlo. Es como intentar mirar una película en velocidad 500x y pretender entender la trama. Spoiler: no se puede.
Lo peor del asunto no es la velocidad a la que suceden las cosas, sino la ilusión de que estamos listos para todo esto. El Homo sapiens, criatura que aún necesita tutoriales para hervir una porción de arroz, se encamina a convivir con inteligencias artificiales capaces de rediseñar su ADN antes del almuerzo.
Así que vayamos preparándonos, no para un apocalipsis, sino para algo más aterrador: un mundo donde el cambio es tan vertiginoso que ni siquiera tendremos tiempo de hacer memes al respecto. Porque cuando la historia empiece a escribirse cada 48 horas no sé de qué vamos a disfrazarnos.
Igualmente, me parece que el problema no es tecnológico sino existencial.
Creo que nos encaminamos hacia una civilización donde todo será posible, pero nada tendrá valor. Si todo cambia constantemente, ¿cómo se construye identidad, memoria, comunidad?
La contradicción es brutal: avanzamos hacia un mundo hiperracional, pero nuestras mentes siguen funcionando con software paleolítico. Lo que viene no es el futuro sino una mutación civilizatoria. Es el fin de la historia como narrativa secuencial, y el comienzo de una especie que se reprograma a sí misma sin saber qué quiere ser.
¿Vamos a sobrevivir a eso? Seguro. Los humanos somos tercamente adaptables. Pero no sin pagar un precio: la confusión ontológica, el vacío emocional y la nostalgia por un mundo donde las cosas tardaban más.
Así que prepárense. No para el colapso, sino para algo peor: un Renacimiento sin manual.
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