Automaticé una tarea. Usé una IA para resumir algo. Delegué un diseño. Aceleré el triple con una herramienta que hizo en 30 segundos lo que antes me llevaba media hora. Y entonces pasó lo inevitable: tuve tiempo, y no supe muy bien qué hacer con él. No porque no tuviera cosas para hacer, sino porque ese rato no se sintió como un premio, ni un descanso, ni foco, ni ocio. Era, más bien, una pausa rara que en lugar de aliviar, apuraba. A veces lo llené con más trabajo. Otras, lo desperdicié scrolleando sin ganas. Cada tanto, lo dejé estar, sin tocarlo, como si me incomodara. Porque la pregunta que apareció no fue tecnológica, ni productiva. Fue más simple y más difícil: ¿para qué quería yo todo ese tiempo? No tengo una respuesta. Solo varios minutos extra y la sensación de que todavía no aprendí a usarlos. |