Me puse un recordatorio en Google Calendar para exactamente un año. ¿El objetivo? Volver a la nota anterior y analizar, más o menos con las mismas fuentes y criterios, qué tanto aumentó el uso de IA en el trabajo.

Pero además de los números globales, me interesa saber cuánto cambió mi propio uso. Si hoy la uso para tareas puntuales, ¿dentro de un año tal vez dependa de ella para casi todo? O al revés: tal vez haya límites más claros sobre en qué confío y en qué no.

La adopción de estas herramientas no solo se mide en estadísticas; también se refleja en decisiones cotidianas que vamos normalizando sin pensar demasiado. Nadie piensa en la electricidad o en los mecanismos detrás de un secador de pelo: uno simplemente se seca el pelo. ¿Puede que con la IA pase algo parecido? Es decir, que usarla deje de ser una elección y se convierta en parte del funcionamiento básico de las cosas.

Otra pregunta es qué entendemos exactamente por “productividad”. Los datos muestran que muchas tareas ahora se hacen más rápido y con menos esfuerzo. Pero eso no siempre implica mejor trabajo. Cumplir objetivos no debería requerir estar frente a una pantalla 40 horas por semana. Lo relevante es si se resuelven los problemas, si el trabajo tiene sentido, si se mantiene la calidad.

Cuando vuelva a leer esto dentro de un año, no me interesará únicamente cuánto crecieron las cifras. Me va a importar si el uso de la IA se volvió tan natural que ya no lo noto. Si lo que antes parecía una herramienta, ahora es simplemente el entorno. Y si, en ese proceso, gané tiempo o perdí autonomía.