¿Somos más vulnerables a ChatGPT que a Google? Los dos nos conocen mucho, pero de formas distintas. Google sabe cosas concretas: los correos que mando, los sitios que visito, los cafés que pagué con NFC. Tiene mis rutas, mis búsquedas, mis textos, mis documentos importantes. Reconoce a mis amigos en las fotos y el lugar exacto donde la imagen fue tomada. Y conoce el número exacto de veces que vi el resumen de la final del Mundial 2022.
Pero Google, a pesar de su omnipresencia, operaba bajo una lógica más simple: te vigilaba, te perfilaba, te vendía. Un modelo claro. La transacción era implícita pero entendible: “te doy respuestas, me das tus datos”.
Ahora bien, en algo clave, Google está perdiendo terreno. Y no tiene tanto que ver con la tecnología que lo sostiene como con su negocio más preciado: nuestra atención.
Durante dos décadas, dominó el imperio de las búsquedas. Pero ese trono se está desvaneciendo. No por una caída técnica, sino porque lo que antes requería diez pestañas y cuarenta minutos, hoy lo resuelve ChatGPT en una sola pregunta.
Antes usaba Google Translate. Hoy, se lo pido a ChatGPT, que además lo mejora y me devuelve algo que suena más natural. ¿Organizar una caminata por los barrios más emblemáticos de Buenos Aires, Roma o Nueva York? Antes implicaba bucear en blogs, foros y videos. Hoy es tan simple como tener una conversación con una máquina que te responde como si supiera exactamente lo que querés.
Y es justamente ahí donde la cosa se empieza a poner turbia. Porque si las respuestas llegan tan fácil, tan rápido, tan empaquetadas, ¿cuánto tiempo más vamos a seguir preguntando con profundidad?
El dilema no es solo técnico ni laboral. De todos los desafíos que plantea la inteligencia artificial, perder el empleo parece casi anecdótico comparado con perder el impulso de pensar. Pensar de verdad. De forma lenta, incómoda, contradictoria. No está bueno que pensar sea vintage, y justo lo vintage no esté de moda.
La verdadera vulnerabilidad frente a ChatGPT no es la vigilancia, sino la pereza intelectual. Es el riesgo de que, en nombre de la eficiencia, dejemos de hacer el esfuerzo de pensar por cuenta propia. Que empecemos a tercerizar no solo tareas, sino también criterio. Que nos acostumbremos tanto a las respuestas rápidas y razonables, que ya ni nos moleste preguntarnos si están bien.
Ahí está la diferencia: Google sabe lo que hacés. ChatGPT, lo que buscás pensar. Y eso abre otra clase de exposición, más intima y profunda. Porque cuando una herramienta te ayuda a escribir, a decidir, a traducir tus ideas o a validar tus dudas, la frontera entre ayuda y sustitución se empieza a desdibujar.
Y lo más perverso: ChatGPT no impone, propone. No obliga, sugiere. Su tono es amable, colaborativo, inofensivo. Y justo ahí es donde más nos relaja la guardia. Porque cuando uno se relaja demasiado, deja de mirar lo que está cediendo.
Entonces, ¿somos más vulnerables a ChatGPT que a Google? No lo sé. Creo que somos vulnerables a ambos y, especialmente, a nosotros mismos, porque, por comodidad, estamos decidiendo que piense por nosotros.