A fines de los años 90 caminar por Av. Cabildo en Buenos Aires era encontrarse con que todos los comercios habían adoptado tres cosas en sus vidrieras, letreros y folletería: el “@” para reemplazar a la A; el “.com” colgado al final de cualquier rubro — peluquería.com, verdulería.com, ferretería.com — para darle aires de modernidad al asunto; y, por supuesto, el infaltable “‘s”, robado del inglés para simular una pertenencia al primer mundo. El ícono de la moda por aquel entonces era el glorioso WordArt, lógicamente.

Con el peso argentino valiendo lo mismo que un dólar estadounidense — discutible y con consecuencias nefastas —, parecía que alcanzaba con ponerle Mario’s a un kiosquito para sentirse que uno en realidad estaba en Miami y no en Núñez. 

En retrospectiva, creo que había algo entre trágico y cómico a la vez, pero que capturaban a la perfección el espíritu de aquella época: un impulso medio desesperado de parecer modernos, de subirse a la ola porque algo hay que hacer para disfrazar el vacío. 

Algo parecido siento que está pasando hoy con la inteligencia artificial.

De repente, todo tiene que ser IA. Desde apps para pedir comida hasta filtros que te devuelven la misma cara que ya tenés, pero con el sello “AI-powered” pegado encima como si fuera garantía de algo. Herramientas que no resuelven nada nuevo, ni mejor, ni más rápido, pero que tiran tres conceptos mágicos —“GPT”, “generative”, “machine learning”— y salen a levantar rondas de inversión como si hubieran descubierto el fuego. 

Estamos asistiendo al nacimiento —y quizás también a la sobreexposición prematura— de una nueva burbuja. Un déjà vu de la pompa de las puntocom de principios de los 2000, pero con menos cables, más promesas infladas y una fe casi religiosa en que el algoritmo lo puede todo. Incluso, puede con aquello que ni siquiera estamos seguros si hace falta resolver.

El problema no me parece que sea la tecnología, sino el fetiche. Esa devoción mezclada con fascinación por lo que suena a futuro, aunque por dentro esté vacío. No todo tiene que ser IA. No todo se resuelve con un algoritmo. Y si seguimos así, en poco tiempo vamos a tener otra burbuja reventada, con start-ups zombies, inversores desconfiados y usuarios agotados.

Porque una cosa es usar inteligencia artificial con sentido, con intención, con criterio. Y otra muy distinta es agregarla a cualquier cosa para ver si cuela. 

Al final, volvemos a lo mismo de siempre: ¿sirve para algo o solo suena bien? Porque si suena bien pero no sirve, lo único inteligente en todo esto es el marketing. Y si lo único realmente inteligente es el marketing, entonces no estamos hablando de avances, sino de humo boutique. Y eso, por ahora, sigue en manos de personas de carne y hueso.