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Hasta hace no mucho tiempo, cuando éramos adolescentes, la música funcionaba como un espacio de pertenencia que no solo definía gustos compartidos, sino que casi siempre venía acompañada de una estética marcada. Me intriga saber qué ocurrió con esa estética y esa pertenencia cuando la música dejó de tener límites. ¿Te gustaba Iron Maiden? Eras Metalero. Personas con prominente cabellera, que pretenden hacerse las malas detrás de sonidos raros y, sobre todo, preocupadas por esconder su infinita bondad detrás de un particular escudo: una campera de jean que no se van a sacar ni aunque estén paradas al rayo del sol, con 40 °C. Son personas del bien. ¿Conociste a alguien que amaba el reggae y se auto percibía Hippie? En apariencia son buena gente, pero en verdad suelen ser las personas más oscuras que vas a conocer en tu vida. Se van a aprovechar de cuanto ser humano puedan, van a trabajar lo menos posible y todo su narcisismo, manipulación y accionar egoísta lo van a justificar con que, en realidad, son unos incomprendidos “antisistema”. No son personas del bien. En fin, decía que lo que escuchábamos era definitorio para nuestras identidades, pero —seamos honestos— también estaba limitado en cantidad, sobre todo si lo medimos en relación con lo que vino después. Para quienes no lo vivieron, va un poco de arqueología. Mi infancia coincidió con la masificación de Internet en los hogares. Para mi adolescencia se moría el cassette y empezaba el declive del CD. Gracias a Napster, Ares, eMule y al invaluable aporte de toda una comunidad global unida, ahora se podía bajar TODA la música del universo. Todavía había que esperar hasta 2002 para poder llevar esas canciones fuera de casa. Ese año Sony lanzó un invento maravilloso y símbolo absoluto de status para la época —que por supuesto no tuve—: los discman que además leían CDs con formato MP3. Tu papá tenía que ser Rockefeller para tener uno. En cuanto al espacio para almacenar música, para dimensionar un poco: si un CD convencional te permitía un solo álbum con una hora de música, ahora podías llevar unas once horas en el mismo espacio. Sonaba a tecnología de la NASA, porque incluso estando limitados a 700 MB igual nos sentíamos en la tienda de discos de Alejandría, si se me permite el paralelismo. Luego llegaron 2005, 2006, 2007. Proliferaron los dispositivos reproductores de MP3. Pasamos de los 700 MB a los 64 GB en poquitos años, y la capacidad de almacenamiento seguiría aumentando. La NASA era juego de niños al lado de esto. En medio de esa aceleración, los emos y los floggers aparecieron como algunas de las tribus urbanas más reconocibles. Tenían una estética, una música y un territorio digital propio. ¿Fueron los últimos? Después de ellos, el concepto de tribu —con el eje puesto en la estética y la moda como forma de diferenciación— empezó a desdibujarse. Entonces, si las fronteras musicales comenzaron a desaparecer a medida que el espacio de almacenamiento se volvió prácticamente infinito, ¿es válido pensar que ese cambio tecnológico mató la idea de la música como lugar de pertenencia? Está claro que la industria siempre nos trató como consumidores, pero hoy la música sola parece no alcanzar: las redes sociales pasaron a organizar a las juventudes por estética, humor y performance antes que por géneros musicales. ¿Entonces la pertenencia existía porque había un límite tecnológico que la contenía? La tecnología no crea culturas por sí sola, pero sí define las condiciones bajo las cuales esas culturas pueden existir. Si el acceso es ilimitado y ya nadie se encasilla en gustos musicales, la tribu deja de ser necesaria para legitimar tu identidad. Y cuando ya no necesitás una tribu para legitimarte, ese sentido de tribu empieza a perder fuerza. Desde este humilde espacio saludamos afectuosamente a floggers y emos. Fueron ellos los últimos bastiones de una manera de ser adolescente, antes de que la música dejara de ordenar identidades y pasara a competir con redes sociales convertidas en consumo simultáneo. |