Como toda persona que pasó su infancia en un hogar de clase media de Latinoamérica, con la TV por cable como última innovación, yo también fui un niño Cartoon Network. Pese a los excesivos límites paternales sobre las horas de exposición a la pantalla —y a la competencia por el control remoto con tres hermanas mayores—, me encargaba de mirar todo lo que pudiera.

Desde la Liga de la Justicia —una fantasía policial con capa— hasta Scooby Doo —básicamente una gira de LSD en van—pasando por los Autos Locos. Pero, de todos los dibujitos, había uno que me fascinaba particularmente: Los Supersónicos. Un futuro de naves, robots domésticos y ciudades flotantes; un paraíso limpio y automático. Así fui entendiendo que cada caricatura tenía una ideología. Porque sí, mis queridos amigos: los dibujos animados también son políticos. Y si no me creen, pregúntenle al petróleo.

En octubre de 1973, tras la guerra de Yom Kipur, los países árabes miembros de la OPEP decidieron reducir la producción de petróleo y embargar el suministro a Estados Unidos y a otros países que apoyaban a Israel. Resultado: el precio del barril se cuadruplicó. En EE.UU. se vivieron escenas impensadas: filas interminables en estaciones de servicio, restricciones de consumo, apagones y un shock cultural que mató algo más que el motor V8.

Hasta entonces, el futuro en la cultura se imaginaba como un parque de diversiones con cohetes. Después, se empezó a escribir distinto: distopías, decadencia, escasez, guerras, apocalipsis. Películas como Mad Max, Blade Runner y Soylent Green se volvieron el nuevo lenguaje visual de lo que vendría. Pasamos de imaginar autos voladores a sobrevivir con lo que haya.

Y ahí es donde los Supersónicos cobraron un nuevo sentido: fueron la última gran expresión artística y cultural de un futuro optimista, antes de que el mundo se incendiara en guerras por combustible. Un poco más adulto, cuando supe esto, algo se me rompió adentro. No tanto por la nostalgia, sino por el cinismo: ¿en qué momento dejamos de imaginar un mañana mejor y empezamos a diseñar distopías por defecto? Hoy, si alguien se atreve a poner una ciudad flotante en una serie, seguro es porque hay un apocalipsis nuclear abajo.

Así que no me vengan con que “los dibujitos no son políticos”. El mundo se refleja en la cultura, y la cultura se cuela en todo lo que producimos, sea arte o no. Los Supersónicos eran una utopía que colapsó cuando el barril de crudo se volvió más importante que la imaginación. Desde entonces, acá seguimos: consumiendo y creando ficciones que nos entrenan para sobrevivir con lo que quede, no para soñar futuros más amables.