Hay una teoría que tengo en la cabeza hace varios años y que bien podría ser el tema de una tesis que, por supuesto, no estoy dispuesto a escribir. Para hacerlo tendría que ir a hemerotecas, revisar archivos, sumergirme en algo que no me daría ningún rédito económico pero seguramente me daría un placer enorme. Pero, seamos francos, si bien el placer es importante no puedo pagar el alquiler utilizándolo como moneda de cambio. ¿O sí se puede? Mejor no pregunto.

Mi teoría, les decía, es que Roberto Arlt fue el primer blogger de Argentina. Para quienes no lo conocen, fue un escritor de comienzos del siglo XX que brilló con sus Aguafuertes porteñas: una serie de crónicas sobre Buenos Aires publicadas en el diario El Mundo, escritas con ironía, con acidez y con la voz personal que hoy reconoceríamos en un buen blog o en algún que otro newsletter.

Las Aguafuertes fueron una especie de red social impresa antes de que existiera la electricidad suficiente para imaginar un universo digital. Arlt publicaba casi todos los días, para una audiencia que al día siguiente podía cruzarlo por la calle. Esa cercanía hacía que el vínculo con sus lectores fuera real, y que se retroalimentara permanentemente.

Ese ida y vuelta también explicaba su estilo: sincero, visceral, sin filtro. En La terrible sinceridad, una de mis favoritas, el texto empieza porque un lector le escribió para pedirle la fórmula de la felicidad. Su respuesta es que no existe tal cosa, pero una aproximación posible es la sinceridad“Ser sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo”. Esa frase se me quedó grabada hace casi dos décadas y me acompaña todavía, como un lema para la vida. 

Buscando información para escribir esta nota encontré un paper de Martín Servelli que retrata muy bien esa época. Cuenta que por aquel entonces “los periodistas de Crítica intentaban salvar a los potenciales suicidas que llamaban al diario para anunciar su decisión irrevocable. Cuando no tenían suficientes datos para encontrarlos, publicaban notas abiertas para disuadirlos: “¡No se mate, amigo! Venga a visitarnos, que todo se va a arreglar perfectamente”. 

En una de esas intervenciones, el protagonista fue el propio Arlt, que terminó luchando cuerpo a cuerpo para desarmar a una mujer “pre-suicida”. Me lo imagino, héroe de la pluma, peleando literalmente por la vida de su público.

Y ahí está, creo, la prueba de mi teoría. Porque eso mismo hacen los buenos bloggers —y los buenos escritores, por supuesto—. ¿Detener suicidas a punto de consumar el hecho? No: animarse a tener una voz propia, sin pedir permiso ni a la Academia ni al algoritmo. Arlt hacía eso todos los días desde la redacción de un diario. Arlt bloggeaba antes de que existiera internet. El resto de los mortales intentaremos estar a la altura.