La inteligencia artificial no está revolucionando el mundo. ¿Desperté con ganas de llevarle la contra a todos? Quizás.
Me parece que la IA está organizando el desorden de siempre pero con los mismos códigos, las mismas voces, y la misma lógica de concentración que ya conocemos. Se nos vendió como un igualador universal, la herramienta que iba a cerrar brechas, democratizar el conocimiento, hacer que cualquiera, desde cualquier rincón del planeta, pudiera competir. Pero algo se desvió. O, mejor dicho, quizás nunca estuvo en el rumbo correcto.
La IA funciona sobre datos. Y los datos no caen del cielo ni surgen de una fuente neutral: son un espejo de un mundo desigual, incompleto y sesgado. Así que cuando esos datos alimentan sistemas supuestamente objetivos, lo que sale del otro lado no es justicia algorítmica, sino una eficiencia más prolija para discriminar. No porque alguien quiera dañar, sino porque nadie se detuvo a corregir los efectos de ese reflejo distorsionado.
El resultado es lo que algunos llaman “Desigualdad Artificial”: una tecnología que no solo reproduce las brechas que ya existen, sino que las refina, las acelera y las legitima. El conocimiento se concentra, el acceso se limita, las oportunidades se asignan con precisión quirúrgica. Y en ese reparto, hay patrones que se repiten: los beneficios económicos se quedan donde siempre, las herramientas llegan antes a quienes menos las necesitan, y la ilusión de inclusión se vuelve un eslogan sin anclaje en la experiencia real.
Usar IA no es simplemente “entrar a una web”. Es saber qué se está usando, cómo y para qué. Requiere tiempo, comprensión, confianza. Quienes tienen educación, infraestructura y estabilidad acceden mejor. Los demás, no. No por ignorancia, sino porque la accesibilidad real tiene letra chica: se paga con contexto. Lo mismo pasa a nivel global. Los países con chips, servidores y fondos marcan el ritmo. El resto, si tiene suerte, alquila el futuro. Si no, lo mira desde afuera.
Por otra parte, tampoco podemos olvidar el costo ambiental. Entrenar modelos grandes puede consumir más electricidad que la que una persona usa en años. Agua, materiales, energía: todo en cantidades obscenas, mientras las mismas empresas que promueven estos desarrollos prometen, en paralelo, su compromiso con el planeta. Avanzan en eficiencia, sí, pero a un ritmo mucho menor que el daño que provocan.
Mientras tanto, las reglas del juego ya están puestas. Un puñado de empresas del “Primer Mundo” controla el hardware, el software y el discurso. Deciden qué se puede hacer, quién accede y en qué condiciones. Gobiernos y organizaciones apenas participan: alquilan, adaptan, obedecen. La innovación no se comparte, se arrienda.
Todo esto no es inevitable. Pero sí es predecible. Si no se interviene —desde lo político, lo económico y lo ético— lo que va a quedar no es una tecnología transformadora, sino una estructura de exclusión más eficiente, más sofisticada y más difícil de cuestionar. Una maquinaria que no solo perpetúa la desigualdad, sino que la profundiza y la automatiza.