Durante años, el marketing se vendió como un cruce entre la psicología y el diseño, mezclado con intuición, humo de colores y un entusiasmo sospechoso de quien nos quiere vender algo incluso cuando no lo necesitamos.
El encanto del pasado hoy está sepultado bajo una montaña de datos, dashboards y plataformas que buscan optimizar hasta el último centavo. Y así, del arte pasamos al cálculo.
El libre albedrío del consumidor murió cuando aceptamos las cookies. Funciona más o menos así: cada vez que hacemos clic, scroll, like o queda abandonado un carrito, dejamos un rastro digital que alguien está recolectando, organizando y exprimiendo hasta que aparezca una oferta “hecha a tu medida”.
El cerebro detrás son las CDP (Customer Data Platforms), que en lenguaje humano significa: ahora se puede saber qué querés comprar antes de que vos mismo lo sepas.
Estas plataformas prometen lo que cualquier gurú del marketing repite desde que se descubrieron los gráficos circulares: personalización, eficiencia y amor eterno con el cliente. Centralizan datos, unifican perfiles en tiempo real y permiten campañas tan dirigidas que, si te descuidás un segundo, te llegan tres notificaciones y un descuento justo para eso en lo que estabas pensando.
Según datos de McKinsey, personalizar puede aumentar los ingresos hasta un 15%, pero el 63% de los marketers todavía no tiene idea de cómo manejar los datos. O sea, ya tenemos la Ferrari pero seguimos preguntando cómo se enciende el motor.
Mientras tanto, la inteligencia artificial se encarga de clasificar tus decisiones, predecir tus próximos movimientos y, por supuesto, sugerir productos que, según el algoritmo, ni sabías que necesitabas. El resultado: campañas milimétricamente diseñadas para impactar y una alta demanda de resultados inmediatos.
La pregunta ya no es si el consumidor está siendo manipulado; la pregunta de fondo es cuántos clics le faltan a un sistema para decidir qué es lo mejor para cada usuario. Aquellas marcas que no logren entender este juego de predicción, automatización y datos masivos están destinadas a ser irrelevantes. Porque en este mundo donde las máquinas se anticipan a los deseos, ignorar los datos es básicamente pedir desaparecer.
Entonces, ¿qué queda del viejo arte del marketing? Sigue ahí, solo que ahora comparte sitio con un ejército de analistas, ingenieros de datos y algoritmos que no entienden de corazonadas. La creatividad no se extinguió, pero tuvo que aprender a justificar cada ocurrencia con un gráfico de conversión al lado. Tener una gran idea no es suficiente: hay que demostrar que convierte y que escala