Desempolvando temas sobre los cuales quejarme en esta sección, como lo hice la semana pasada y la anterior, recordé el hype que tuvo hace un par de años el metaverso. ¿Se acuerdan del metaverso?  

El tema tuvo su período de gracia durante la última pandemia, aunque unos años antes se había popularizado gracias a la película “Ready Player One” y el videojuego “Fortnite”. Además, en 2014 Mark Zuckerberg había comprado la empresa de realidad virtual Oculus, y luego en 2021 renombró Facebook como Meta Platforms, Inc, para que quede claro que el tema iba en serio. Después, el tema desapareció de las noticias. Hasta hace algunos días.

¿Cuándo y quién inventó el metaverso?

Yo sé que el metaverso parece algo propio y exclusivo de nuestra Era tecnológica, pero en realidad tiene sus antecedentes en el siglo XIX, cuando en 1836 Charles Wheatstone creó el estereoscopio, un dispositivo que creaba una ilusión de profundidad y 3D utilizando dos fotos. 

El concepto evolucionó con inventos como el Link Trainer en 1929 para entrenamiento virtual de soldados sin la necesidad de exponerlos a riesgos reales. 

Luego, en 1968 llegó la Espada de Damocles, un aparato que permitía el cambio de perspectiva de las imágenes siguiendo los movimientos de la cabeza del usuario. El término “metaverso” en sí apareció en 1992 en la novela “Snow Crash”, de Neal Stephenson. 

No sé de cuándo data, pero por lo visto nuestra obsesión colectiva por escaparnos del mundo real no tiene nada de nuevo.

Un muerto costosísimo de mantener

Desde el preciso momento en el que Zuckerberg compró Oculus, empezó a vendernos la idea del metaverso: un mundo — ¿un universo? —  virtual en el que íbamos a poder reunirnos con amigos o colegas de trabajo, o incluso conocer gente random.

Íbamos, también, a poder consumir de manera bien bien bien pública,  porque si estás dispuesto a gastar cuatro mil dólares en un bolso de Gucci virtual limited edition — que encima es más costoso que el real, físico y utilizable —, es para mostrarlo. Y es para morirse, la verdad. 

Porque francamente mi opinión es ambigua, y alberga el espanto y el aplauso. Mi sentido de la cordura y la exageración me obligan a perder toda fe en la humanidad, mientras que el de la ironía celebra a las mentes detrás de lo que parece imposible. 

Porque el capitalismo, que siempre sabe encontrar nuevas formas de sacarnos dinero, descubrió dos grandes cosas. Primero, que la lógica puede ser algo opcional cuando se trata de banalidad y pose. Segundo, que la escasez artificial tiene el potencial para ser un grandísimo negocio. A mí también me gustaría tener el superpoder de sacarle dinero a la gente con alguna de estas dos técnicas, no voy a mentirles. 

Volviendo al tema. Hace pocos días, Meta anunció una nueva inversión de 100.000 millones de dólares para seguir impulsando el sueño tridimensional. La cifra no es menor: es el equivalente al 15% de toda la deuda externa del continente africano, destinados a la vital tarea de asistir a reuniones en mundos virtuales donde la gente flota y se ve pixelada. 

Tampoco es la primera vez que la empresa pone dinero en este asunto: entre 2014 y 2024 invirtió más de 80.000 millones de dólares. Los datos muestran que entre el gasto de 19.875 millones y el beneficio de 2.146 millones, cerró 2024 con 17.729 millones en pérdidas. 

Lo único que me lleva a suponer el por qué de estas decisiones es que Meta debe estar convencida en demostrar que el problema no es del concepto, sino de nuestra falta de fe. Que lo que falla no es la idea de escabullirse a un universo alternativo, sino que no nos compramos los visores correctos. 

En última instancia, hay que valorar cierta obstinación. Insistir en financiar un metaverso cuando hasta el entusiasmo de los criptobros se fue hacia la inteligencia artificial requiere, al menos, cierta vocación por el delirio sostenido. ¿Justo yo los voy a juzgar por ese tema?